Suena la inquietante y discordante música de Mark Korven y estos sombríos títulos de crédito nos introducen sin remedio en el oscuro mundo en el que se desarrolla el relato. Una turbadora sucesión de imágenes de archivo con textura granulada, desenfocadas y rayadas y con colores desvaídos mezcladas con primeros planos de carteles de niños desaparecidos, objetos abandonados e incluso sangre que le sirven al realizador, Scott Derrickson, para dejar claro desde el primer momento el tono del tenebroso cuento que nos quiere contar. Una turbia y extraña secuencia que funciona como el críptico reverso de las idílicas y alegres imágenes que abrían la película segundos antes, como si fuera una especie de recordatorio de lo que supusieron los agitados años 80, en los Estados Unidos y en el resto del mundo, frente a los más felices y despreocupados años 70. Es una amenazadora y muy interesante secuencia, áspera y sin muchas concesiones, con un montaje que muestra lo justo para dejar en el espectador una perturbadora sensación de desasosiego que ya no lo abandonará hasta el último segundo del metraje…
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