A Rémy le han diagnosticado una enfermedad terminal. Burgués, intelectual y decadente, no sabe cómo afrontar la muerte. Su hijo, ejecutivo que sabe moverse en el mundo de hoy en día, ha hecho apaños varios para que tenga la mejor habitación del hospital, prácticamente hecha a medida, una suite. Incluso moverá hilos para conseguir ilegalmente la droga que le haga más llevaderos sus dolores. También conseguirá reunir a todos los viejos amigos de su padre, que frisan la ancianidad, para que le acompañen en estos últimos momentos. Pero hay, en el fondo, un poso de insatisfacción, una pose cínica que agarrota. Sin asideros en la religión (las conversaciones amistosas con una religiosa enfermera del hospital no le llevan a ninguna parte), hace alarde de una actitud sarcástica ante la vida: hay que disfrutarla cuanto se pueda, sin más normas que la camaradería. Tampoco cuenta demasiado la fidelidad a la propia esposa, como puede verse en el hecho de que acompañan a Rémy sus antiguas amantes, sin que aquélla rechiste siquiera.
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